Putin, Fukuyama y el fin de la historia

La historia de la humanidad no acabó en el Berlín de 1989.

Las chispas de la guerra han saltado en Ucrania. Se acumularán, si no los hay mientras se escribe este artículo, miles de muertos. Las ideologías siguen existiendo, siguen rigiendo la sociedad y la historia; casi podría decirse de manera presocrática que son el arjé del mundo contemporáneo.

Aseguraba Francis Fukuyama, allá por 1992, en su obra El fin de la historia y el último hombre, que la historia se había terminado. Para él, la caída del muro de Berlín y, por consiguiente, del bloque soviético en su totalidad, había supuesto el fin de la historia de la humanidad entendida desde la concepción de la lucha por la prevalencia y el reconocimiento, el «thymos» platónico. Las ideologías habían dejado de ser necesarias y serían sepultadas tras aquel acontecimiento más que notable. La democracia liberal, y junto a ella sus preceptos elementales, habían triunfado en todo el mundo. Se había impuesto un pensamiento único al caer el comunismo con el colapso de la URSS y quedar como única alternativa la economía capitalista sobre la que se fundamentan los estados democráticos modernos. Había ganado la actividad económica, superando el juego de ideologías y creencias. Este nuevo estado económico y político del mundo, tras el fin de la historia, suponía el fin de las guerras y las revoluciones cruentas.

Cabe cuestionar la certeza de este postulado. Fukuyama escribió su obra apenas un año después del colapso de la Unión Soviética, para más inri, como extensión de un ensayo que publicó en 1989 – cuando el bloque soviético, aunque extremadamente debilitado, seguía existiendo – en la revista The National Interest, titulado ¿El fin de la historia?

¿Se dejó llevar Fukuyama por la euforia producida por la caída del comunismo? ¿Es su visión demasiado occidental? Los acontecimientos de los últimos años parecen indicar que sí. La violenta guerra entre Ucrania y Rusia nos remite, aunque sea de manera fantasmagórica, a las viejas tensiones de la Guerra Fría. La existencia de una OTAN enemistada con las principales superpotencias del bloque oriental (Rusia y China) es muestra de que el aparentemente viejo y superado mundo del siglo XX sigue vivo. La eterna pregunta “¿Cómo ocurre esto en pleno siglo XXI?” es una lamentación vacía; asumir que la historia de la humanidad trata de puertas que se abren y se cierran una sola vez en un orden determinado es pecar de linealidad y de ignorancia en lo que respecta a nuestro pasado – y esto último no va dirigido a la idea de Fukuyama -. El acicate expansionista característico de la Unión Soviética es a la vez muy similar y muy distinto al de Rusia. No ha de incurrirse en el tremendo error que supone hacer un paralelismo entre la vieja URSS y la actual Federación Rusa; los líderes de aquella Unión Soviética pertenecían al Partido Comunista – lo que no significa que fueran todos comunistas – y se oponían diametralmente al capitalismo de las potencias occidentales, Vladimir Putin es un oligarca conservador, neoliberal – por lo tanto, capitalista – e imperialista. Dentro de su autoritarismo, se parece más a un zar del Imperio Ruso que a un secretario general del PCUS como lo fue Joseph Stalin. Si en algo no hay disenso es en que este es casi tan tirano como todos los anteriormente mencionados.

El siglo XXI llegó con unas ideas en forma de luces de neón que auguraban solidez en el nuevo paradigma mundial. Día tras día, conflicto tras conflicto, muerto tras muerto, nos hemos ido desengañando. La actual contienda es parte de la historia, si a ella nos referimos desde la visión “fukuyamiana”, dado que tanto las guerras como las revoluciones y las ideologías siguen existiendo. El «thymos» se mantiene todavía con buen pulso en gran parte del mundo. Un imperio del liberalismo y de lo democrático que trascienda toda lucha ideológica sigue sin estar vigente en nuestro planeta; ni siquiera en la totalidad de Occidente, donde se engendró. Putin – ¡y la mera existencia de la OTAN! -, como tantos otros a lo largo de los últimos treinta años, nos han demostrado que la historia todavía no se ha terminado. No sabemos siquiera si lo hará algún día. La guerra de Ucrania es una bofetada más a una humanidad envanecida que ha creído haber llegado a su estado definitivo sin solventar correctamente problemas pretéritos, y supone un paso hacia delante en el levantamiento de la costra de una herida mal cerrada. Morirán todavía miles, millones, hasta el verdadero final de la historia (y las guerras).

Miguel Palma, 2º Bachillerato – A