La revolución intelectual

El catorce por ciento de nuestros días. Ese es el tiempo que la ciudadanía española emplea contemplando los bochornosos espectáculos que nuestros representantes ideológicos repiten, como si se tratase de una rutina, cada miércoles. ¿Merecemos realmente esto? Cualquiera comprendería la durísima crítica de Platón, imprescindible filósofo ateniense de la vieja Grecia, a la democracia de su época. En el imperio de la sinrazón, el mandato del improperio y la desfachatez sectaria, el individuo termina por abandonar todo su espíritu demócrata, sea cual sea el tipo de democracia, y entra en un estado de sumisión, de minoría de edad intelectual, de acognición suicida, confundiéndose así la democracia con un tipo de maniqueísmo moral más con ínfulas de imparcialidad igualadora.


En poco se asemejan los conceptos actuales de democracia liberal a los de la vieja democracia ateniense, eso es cierto. Es más, podría entrarse al debate de la conveniencia de uno u otro régimen, y la victoria más probable es la de la democracia liberal, por ser garante de orden y organización. ¿Implica esto un techo, un cénit en los sistemas políticos? No necesariamente, puesto que este orden tiene un precio. España y todas las democracias occidentales se basan en un modelo democrático común, el de la democracia burguesa, que reivindica la autonomía e individualidad del ciudadano o su derecho a la privacidad y a la libertad, entre muchos otros asuntos. El problema es que esto último es teórico y degenera con celeridad.


En nuestra democracia actual ocurre todo lo contrario a la libertad y a la autonomía. Los líderes de los partidos políticos deberían funcionar como representantes de los intereses de los ciudadanos, aceptando cambio, evolución y flexibilidad según varíen las inclinaciones de sus votantes. Es decir, debería ser el pueblo el que seleccionara a sus representantes en función de sus ideales, e igual el proceso contrario. Defenestrar a un político de una formación si su popularidad es baja o sus ideas son nocivas para la sociedad debería ser también un deber de la ciudadanía. Sabemos que esto actualmente no es así. Bajo ningún concepto debe ser el político el que domine a la ciudadanía bajo sus ideas y la someta a un tiranía ideológica en la que sea su opinión la que prime en el interés de un colectivo común, y, lamentablemente, estamos en ese último punto.


Cuando un político realiza una convención en la que profiere gran cantidad de mentiras, embustes, engaños y sofismas, argumentos falaces, en definitiva, y la ciudadanía, en masa, de manera acrítica, aplaude con fuerza, con estruendo, casi de manera barbárica, como si lo que acabara de decir el líder no fuera un atentado a la historia, a la integridad humana o a la sociedad en su completitud, entonces ya es demasiado tarde, porque es aquí cuando se concluye de manera irrefutable que los mandamases partidistas, que sustentan su discurso en una doctrina casi tan dañina como la religión, han sometido a la ciudadanía, a un pueblo hipotéticamente libre, poderoso y emancipado, a su voluntad. Habría vencido entonces la acognición, con la que los pueblos retroceden a la minoría de edad intelectual.


En nuestros días, un líder con aires de grandeza, autoridad y superioridad puede proferir el peor insulto imaginable mientras una masa acrítica que insulta a su propia condición de libertad jalea el ambiente de manera grosera y celebra acaloradamente el denuesto. La masa, como decía Ortega y Gasset, que todo lo inunda, que todo lo circunda, que todo lo avasalla y desborda, ha triunfado. Porque, ¿qué es la masa? El concepto de masa, si bien materialmente designa a un conjunto enorme de personas, ciudadanos de una nación, en materia ideológica o intelectual no es más que la extensión a un colectivo masivo del pensamiento del líder político. Es la representación de la pérdida de autonomía del pueblo, el retorno al esclavismo intelectual, la inversa del fenómeno que Kant describía en su texto ¿Qué es Ilustración? Un atentado, en definitiva, a la Constitución, que recoge en sus líneas la libertad e individualidad del ciudadano. ¿Qué debe hacer, pues, el pueblo, para salvarse de las garras de la sumisión? Volver a la misma cita de Kant y leer el final. ¡Sapere aude! El conocimiento es la única manera que existe de liberarse de las garras de la manipulación y el gregarismo político. Y a partir de este debe generarse una revolución intelectual pacífica, una reforma íntegra del sistema que ahora mismo conocemos, que acabe con el poder supremo de la voluntad del político y la falsa autonomía del ciudadano y le otorgue el poder al pueblo, que, con el uso de la razón y sus conocimientos, construirá una sociedad justa, igualitaria y verdaderamente democrática. Una sociedad basada en episteme y no en doxa, en la razón y no en su pretensión más incompleta y falsa.

Miguel Palma Molina, 2ºBach-A